Nací en una
ciudad donde no había puentes.
¿Qué era un
puente?
Algo
parecido a la pasarela que cruzaba la vía del tren,
allá a lo
lejos, pasado el arrabal,
o a la que salía en una
foto del libro de mi hermana,
que ya iba
al colegio.
Un día oí
que le decían a mi padre:
Tendréis que iros a vivir bajo un puente,
¿Cómo se
vivirá bajo los puentes? –me preguntaba,
figurándome
a mi madre disponiendo los enseres junto a la pared
Una pared
como la de mi habitación, algo más alta…
Al año
siguiente también yo fui al colegio
Y tuve mis
primeros cuadernos y allí dibujé casas con ventanas,
árboles (me
gustaba emborronar de verde las supuestas copas)
y hasta, una vez, un pozo, según la lámina que nos mostraba la maestra.
Nunca
dibujé un puente.
Ni siquiera
cuando mi hermana, ya en tercero,
necesitó
otro libro y yo pude empezar a utilizar el suyo
y descubrí que
había más imágenes con puentes.
La verdad
es que los niños de mi clase
nunca
hablaban de puentes.
Yo tampoco.
Era,
además, muy callado.
Hijo de
familia pobre, tenía pocas cosas de qué hablar.
Llegó, no
obstante, un domingo en que en casa festejamos algo,
no recuerdo
qué, y mi padre,
que siempre
traía diarios atrasados del trabajo para leerlos en sus horas de asueto y
compartirlos con mi madre,
fue a
comprar el del día, todo un lujo… y
¡mira qué
bien! llevaba un suplemento a color,
una revista
con ¡un tebeo dentro!
En ese tebeo
descubrí que un puente era la casa
de Carpanta,
un hombre
hambriento que soñaba pollos guisados…
Carpanta,
por Escobar. Me fascinó.
Pasó el
tiempo y mis padres murieron.
Mi hermana
se había casado
nada más cumplir los 20
con un señor aparentemente rico
y se
fueron a vivir al Alentejo, a Portugal.
Yo me quedé
en mi pequeña ciudad sin puentes
y tratando
de ser menos pobre cada día
monté un
pequeño negocio.
Cuando
conocí a Anaïs me pareció que el mundo se volvía hermoso.
Nos
casamos. Tuvimos una hija… ¡qué bonita!
El negocio
no iba mal. Llegué a tener tres operarios en plantilla…
Pero poco a
poco las cosas empezaron a ir a menos.
Me quedé
solo en la empresa.
En casa no
podíamos llegar a fin de mes.
La familia
de Anaïs vino a buscarla y se la llevó con la niña…
Hasta que las cosas mejoren --dijeron.
Yo, completamente
solo en mi ciudad sin puentes,
empecé a
descubrir la verdadera infelicidad.
Cuando el
último de mis clientes devolvió al banco mi recibo
y ya no
pude pagar los alquileres,
comprendí
que los pobres no debemos progresar demasiado,
que la
clase de tropa solo debe obedecer,
que los que
ascienden en el escalafón social son un espejismo, una trampa…
Lo
comprendí tan bien que creí que no debía pedir ayuda.
Me
embargaron. Me desahuciaron.
Me dejaron
en la calle.
En una
calle de una ciudad sin puentes…
Tengo
hambre.
Sueño con los
pollos asados que dibujaba Escobar
y recuerdo
al querido Carpanta, allá, bajo su puente,
mientras tendido
sobre una manta, en el suelo,
busco una
posición en que la espalda no me duela tanto.
Llueve.
Qué suerte
que en esta ciudad sin puentes haya recintos para cajeros automáticos: Obra Social de la Caja,
creo que los llaman.