A veces encendía el
fogón a gas y me complacía en ver bailar las llamas azuladas.
Después me acercaba
a la ventana y miraba a lo alto, al firmamento azul.
Su serenidad me serenaba.
Me gusta, siempre me
ha gustado, la palabra azul,
su fonética precisa.
Miro el marco de la
ventana, pintado de azul oscuro, y enseguida mis ojos viajan a través de los cristales
en busca del color del infinito.
Hay nubes blancas,
quietas, cuya presencia se realza gracias al azul de la tarde que las
sostiene.
En la noche el
negriazul le da más luz a luna y hace brillar las estrellas.
Hay quien asocia el
azul a la tristeza. Es la influencia de otras lenguas, sobremanera del idioma en que se
canta el blues.
Pero el cubano
Ernesto Lecuona evoca el éxtasis de una Noche
azul a la que pide que vuelva para dar paz a su corazón, para
darle luz. Y una famosa guarania del músico paraguayo Demetrio Ortiz, Recuerdos de Ypacaraí, rememora una
noche tibia junto al lago azul de Ypacaraí.
Y no demasiado
lejos, en un salar andino, hay reflejos azules en los cristales de sal. Nada es
triste en esos azules.
No me entristece
tampoco recordar el baile de las llamas azuladas del viejo fogón a gas. Ni el
mar inmenso, que sí sería triste y gris si no reflejara el cielo, donde tienen
su invisible asiento todas las promesas de eternidad.
Pero no es eso lo
que me fascina del azul, no deseo ser eterno ahora. Me basta con tener ojos
que se admiren ante el azul sin fin y me hagan sentir la íntima paz que
proporciona.