Esa morena es esbelta y sus
facciones son como de fina porcelana, pero no atina a sonreír.
Siendo niña, cuando supo aquello
que nunca hubiera querido saber: que había otras niñas en su calle y en su cole tan lindas como ella, se le cayeron
para siempre las comisuras de los labios.
La conocí en uno de mis
sueños estrambóticos, cuando ella ya tenía media melena que descansaba sobre sus
hombros blancos que asomaban de los anchos tirantes de su vestidito de flores, y
la llevé a conocer el mundo de los conejitos sabios.
Le expliqué que aquellos
conejos eran felices viviendo en un territorio sin gatos ni tigres ni cazadores,
pero no solo por ello… que una cosa es la seguridad y otra la felicidad, aquellos
conejos eran felices porque habían creado, injerto tras injerto, las zanahorias
de colores, de todos los colores.
Eran felices a casi todas
horas, pero a menudo no lo parecían, simulaban estar enfadados, discutían entre
ellos; los conejos creadores de las zanahorias de colores dudaban de las
medidas que tomaban contra las invasiones de ratas los conejos administradores
de medidas antirratas… pero nunca agachaban las orejas y regresaban a la plena felicidad
en cuanto miraban a sus campos sembrados, porque sabían que la tierra estaba
llena de colores gracias a su esfuerzo creador y se sentían dichosos y sabios.
En su vida real, la morena,
poco a poco, día tras día, año tras año, aprendió a enderezar las comisuras de sus labios. Después
de haber accedido al puesto de dependienta en La Taranta , una tienda de
castañuelas atendida por personal de chispeantes sonrisas, consiguió aparentar
que era una garbosa vendedora de castañuelas.
Pero pese a su esfuerzo y
a la amabilidad natural del resto de los integrantes de la plantilla, las
castañuelas iban dejando de tener demanda: se jubiló el viejo pintor que las
decoraba con oficio de artista impresionista y que en pocas pinceladas dejaba en
su piel de madera atractivas bailaoras de colores. La venta de castañuelas sin
pintar era muy baja y ya no hacían falta las sonrisas forzadas de los
dependientes en una tienda que acabó por convertirse en tienda online de castañuelas negras y lisas que
solo despachaban por correo bajo pedido confirmado y pagado.
La morena seguía sin
sonreír con naturalidad, pero tenía un tipazo… y se hizo camarera/modelo de
camisetas aparentemente húmedas o mojadas en una sala de fiestas que operaba
como discoteca retro y que era
frecuentada por rubias (teñidas) gorditas, gordas y medio gorditas, que
sonreían siempre a los hombres que, por un momento, dejaban de admirar a la camarera
morena de la camiseta mojada que apenas sonreía pero que tenía siempre los
pezones tiesos cuando servía los combinados de moda (yintónics de ginebra de
Mahón, a la sazón).
Había un gordita de
moderados michelines que tenía un sonreír amable, generoso y dulce. La vi
aquella tarde/noche de otoño en que, pasado el caluroso verano, todavía vestía
con manga corta y mostraba unos brazos color paja bien torneados,
suficientemente fuertes para un primer abrazo apasionado…
Nunca me hubiera fijado en
aquella rubia como me fijé en ese momento… con el desdén de un hombre sobrado
de sueños poblados de hermosas mujeres de largas melenas de negro azabache que, por fin, había encontrado, tras la barra de una disco retro, a aquella niña sin sonrisa a la que había tratado de instruir
en la felicidad a través de un viaje por el país de los conejos inventores de
las zanahorias de colores esperando que un día se le alzaran las comisuras de
los labios al igual que se erguían los pezones de aquella camarera bajo la
camiseta húmeda, la esbelta camarera que servía yintonics a las rubias gorditas
que la miraban a los ojos y los a hombres que solo tenían ojos para sus tetas.
Le pedí yo también un
yintonic. Me lo sirvió. Pero, ay, la ginebra era de garrafa… Eso me jodió. Olvidé mis sueños. Olvidé sus pezones. Miré
a la rubia gordita y ella me sonrió… y yo también a ella. Nos brillaron lo
ojos. La tomé por la cintura, apreté su michelín. Nos empatamos.
Y aquel otoño fue el más
feliz de mi vida.
Nota: La rubia y yo nos
casamos. Ahora no somos tan felices, pero seguimos deseándonos un día a la
semana, generalmente los sábados. De la morena de mis sueños no me había
acordado más, pero resulta que trabaja en el servicio de Atención al Cliente de
una compañía de telefonía y me llamó el otro día para venderme un terminal o
una tableta o una línea extra o... Oh. La
morena. Adiviné que seguía sin saber sonreír. No le compré nada.
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