viernes, 29 de septiembre de 2017

La carta

En este retirado hotel de estilo clásico,
confortable,
sin más ornatos que los necesarios
para que no se angustien los que temen al vacío,
he tomado una cuartilla de la mesa de mi cuarto
para expresar algún mensaje.
Después escogeré el destinatario.

Tras un rato pensativo,
he doblado la cuartilla.

Ahora la pondré en un sobre del hotel
donde escribiré mi nombre y dirección.
Después dejaré la carta en recepción
para que la franqueen y la envíen.
Aunque, tal vez, al llegar al vestíbulo,
sentiré ese imán que siempre siento
cuando veo una puerta giratoria.

Pasaré de largo de la recepción
imantado por la puerta, la penetraré
y ella me expulsara hacia la calle,
una calle que llevo sin ver algunas horas.

No me gusta perderme las cosas de las calles 
por estar mucho tiempo acomodado
en las habitaciones de los hoteles.
Ni siquiera cuando estas son escenarios de amor.

Duermo poco, al menos de noche,
y, aún sin acabar de despertar, 
presiento
que me llaman las cosas de las calles.
Me llaman, verdaderamente.
Saldré pronto. 
Buscaré un buzón y haré una prueba:
echaré sin franquear la carta.
¿Me llegará?
Seguramente. El servicio de Correos es eficiente.
Una vez la reciba, ya en mi casa,
no sabré si la debo contestar
ni, de hacerlo, a dónde dirigir la respuesta.
Quizá si escribo al hotel dando el nombre del huésped, 
le hagan llegar mi carta. Ellos tendrán sus señas.
No obstante ¿qué voy a decirle?
Dentro del sobre solo hay una cuartilla en blanco.
Mi corresponsal se habrá callado por algo.
Quizá para hacerme pensar
o para hacerme saber que cuando uno anda de hoteles
con puertas giratorias que llevan a la calle
donde pueden verse tantas cosas
y acontecen tantos casos,
uno no debe quedarse en la habitación
escribiendo cartas prescindibles.

Igualmente, muchas gracias por tu envío,
amigo mío.
                                               Jordi Rueda

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