En
este retirado hotel de estilo clásico,
confortable,
sin
más ornatos que los necesarios
para
que no se angustien los que temen al vacío,
he
tomado una cuartilla de la mesa de mi cuarto
para expresar algún mensaje.
Después escogeré el destinatario.
Tras
un rato pensativo,
he doblado la cuartilla.
Ahora
la pondré en un sobre del hotel
donde escribiré mi nombre y dirección.
Después dejaré la carta en recepción
para
que la franqueen y la envíen.
Aunque,
tal vez, al llegar al vestíbulo,
sentiré
ese imán que siempre siento
cuando
veo una puerta giratoria.
Pasaré
de largo de la recepción
imantado
por la puerta, la penetraré
y
ella me expulsara hacia la calle,
una
calle que llevo sin ver algunas horas.
No
me gusta perderme las cosas de las calles
por estar mucho tiempo acomodado
en
las habitaciones de los hoteles.
Ni
siquiera cuando estas son escenarios de amor.
Duermo poco, al menos de noche,
y, aún sin acabar de despertar,
presiento
que me llaman las cosas de las calles.
Me
llaman, verdaderamente.
Saldré pronto.
Buscaré un buzón y haré una prueba:
echaré sin franquear la carta.
Buscaré un buzón y haré una prueba:
echaré sin franquear la carta.
¿Me
llegará?
Seguramente.
El servicio de Correos es eficiente.
Una
vez la reciba, ya en mi casa,
no sabré si la debo contestar
no sabré si la debo contestar
ni,
de hacerlo, a dónde dirigir la respuesta.
Quizá
si escribo al hotel dando el nombre del huésped,
le
hagan llegar mi carta. Ellos tendrán sus señas.
No
obstante ¿qué voy a decirle?
Dentro
del sobre solo hay una cuartilla en blanco.
Mi
corresponsal se habrá callado por algo.
Quizá
para hacerme pensar
o para
hacerme saber que cuando uno anda de hoteles
con
puertas giratorias que llevan a la calle
donde
pueden verse tantas cosas
y
acontecen tantos casos,
uno
no debe quedarse en la habitación
escribiendo
cartas prescindibles.
Igualmente, muchas gracias
por tu envío,
amigo mío.
Jordi Rueda
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