Soñadora,
espontánea, inteligente.
Gestos
seguros, valientes, afinados,
cuerpo travieso,
cálido, impaciente.
Siempre
hay algo que está por llegar,
decías.
No hace
falta atraparlo antes de hora,
decía yo.
En la
vida hay muchas cosas
que solo
estimamos si llegan a su debido tiempo,
coincidimos.
Éramos
jóvenes y combatíamos nuestra perplejidad
viviendo
un agradable día a día
de
trabajo y placer.
Aquella
noche, en el pequeño restaurante japonés
del Soho
londinense
hablamos
de comida portuguesa
Fueron
los portugueses
quienes
introdujeron la tempura en el Japón.
Pedimos entonces vinho
verde, sushi de atún rojo
y sushi de
erizo de mar.
Seguimos
conversando,
bebiendo,
comiendo, rozándonos,
mirándonos,
mirándonos
hasta que tu mirada se iba lejos,
lejos,
volviéndonos
a mirar cuando regresaba de lejos…
Fue
después del segundo trago de sake,
al final
de la cena,
cuando
empezaste a hablarme de la muerte,
de cómo
te figurabas tu propia muerte:
entrando
en el mar lentamente, desnudándote
y
bebiendo sake,
dejándote
llenar por sus aromas.
Te
imaginé entonces, ya desnuda,
con tu
cuerpo delicado y armonioso,
penetrando
sin pausa en unas aguas oscuras, infinitas.
Y me
imaginé de espectador
pero a la
vez de acompañante,
me vi
como un amigo que te da la mano,
aunque yo
no quería morir todavía.
Y puestos
a hacerlo así, preferiría,
te
advertí bromeando,
que
experimentáramos la muerte
en el
Mediterráneo,
más
templado que los mares británicos.
No
hiciste ningún caso a mis palabras.
Seguramente
querías, en tu fantasía,
morir
sola.
Y si con
una mano tenías que ir quitándote la ropa
y en la
otra sostenías la taza de sake,
no había
posibilidad de tomar la mía.
La muerte
es individual.
Y salvo
en casos de sufrimiento extremo,
no
conviene anticiparla.
Uno muere
solo. El que te tiende la mano,
por lo
general, se queda.
Tú te
vas. Yo no.
No sé
hasta dónde te hubiera seguido.
Seguramente
hasta que la penumbra
hubiera
emborronado tu figura.
Me
sonreíste.
Querías
morir sola pero agradecías
mi
solidaridad.
En el
agua,
tu cuerpo
junto al mío se mantendría caliente
por poco
tiempo,
no como
en aquel momento,
sentados
a la mesa del restaurante,
casi
pegados tu muslo y mi muslo
y mi
brazo tocando tu brazo de piel tersa, blanca, dulce,
mirando
ambos al frente como si hubiera un mar.
Bebiendo
sake
—Sirva
más sake, por favor.
Hay cosas
que hay que dejar que lleguen a su debido tiempo,
repetíamos.
Como
siempre hay tantas cosas que están por llegar
no hace
falta esforzarse en atraparlas enseguida al verlas.
Tomamos
más sake.
Tus
facciones, vueltas hacia mi, se apaciguaron.
Tu mirada
se llenó de ternura.
Yo sonreí
otra vez.
Acabábamos
de aplazar la muerte por una buena temporada.
A su
debido tiempo llegará.
Jordi Rueda
Jordi Rueda
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