miércoles, 1 de marzo de 2017

Insomnio en Brest

Era tarde en Brest cuando nos echamos a dormir.
Al poco rato, por las rendijas de las ventanas
de aquella vieja casa bretona junto al puerto
se filtraba una luz cada vez más tibia.
Amanecía  y las gaviotas hacían sentir sus estridentes graznidos.

Ella dormía, quieta, casi inmóvil, a mi lado.
En otras horas insomnes en otros lugares
yo hubiera escuchado su respiración, suave y acompasada,
dejando pasar así el momentáneo desvelo.
Pero en Brest, al amanecer, las gaviotas son muy escandalosas
y no permiten oír nada más que sus malditos graznidos.

Tal vez están llegando algunos pesqueros
y las aves revolotean ávidas sobre ellos.
Al descargar la pesca siempre cae algo
y la más agresiva y rápida atrapará ese pez muerto.

¿Podríamos elaborar un silencio y envolvernos en él?
No lo sé. Pero hay quien duerme pese al ruido,
incluso plácidamente.
Yo no. Yo maldeciré gaviotas. Hay cientos ahí fuera.
Y, aunque no pueda gozarlo, imaginaré un silencio
y descansaré lo que pueda hasta la hora del café.

A mediodía nos espera un buey de mar y una botella de sidra.
Soñaré ahora con una siesta… ah,
una siesta con prólogo amoroso.
Tras el acto de amor, la insomne será ella
y sé que, como yo ahora, maldecirá los graznidos de las gaviotas
cuando intente dormir.
Y yo estaré demasiado relajado y soñoliento para escuchar
esas cosas que le gusta contarme después de hacer el amor.
Ahora cerraré los ojos y aspiraré un imaginario aroma de café.



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