Era tarde en Brest cuando
nos echamos a dormir.
Al poco rato, por las
rendijas de las ventanas
de aquella vieja casa
bretona junto al puerto
se filtraba una luz cada vez
más tibia.
Amanecía y las gaviotas hacían sentir sus estridentes
graznidos.
Ella dormía, quieta, casi inmóvil,
a mi lado.
En otras horas insomnes en
otros lugares
yo hubiera escuchado su
respiración, suave y acompasada,
dejando pasar así el momentáneo desvelo.
Pero en Brest, al amanecer,
las gaviotas son muy escandalosas
y no permiten oír nada más
que sus malditos graznidos.
Tal vez están llegando algunos
pesqueros
y las aves revolotean ávidas
sobre ellos.
Al descargar la pesca
siempre cae algo
y la más agresiva y rápida
atrapará ese pez muerto.
¿Podríamos elaborar un
silencio y envolvernos en él?
No lo sé. Pero hay quien duerme
pese al ruido,
incluso plácidamente.
Yo no. Yo maldeciré
gaviotas. Hay cientos ahí fuera.
Y, aunque no pueda gozarlo,
imaginaré un silencio
y descansaré lo que pueda
hasta la hora del café.
A mediodía nos espera un buey
de mar y una botella de sidra.
Soñaré ahora con una siesta…
ah,
una siesta con prólogo
amoroso.
Tras el acto de amor, la
insomne será ella
y sé que, como yo ahora,
maldecirá los graznidos de las gaviotas
cuando intente dormir.
Y yo estaré demasiado relajado
y soñoliento para escuchar
esas cosas que le gusta
contarme después de hacer el amor.
Ahora cerraré los ojos y
aspiraré un imaginario aroma de café.
No hay comentarios:
Publicar un comentario